25.01.2016... ¿Qué coño haces?

No tengo muy claro, o sí, por qué llega uno a casa, al término de la jornada, y se pone a pensar en cosas en las que tampoco debería. Pero no lo puedo evitar. Parece que, últimamente, uno va buscando el equilibrio y, de tanto buscar, comienza a encontrarlo primero, y tal vez de manera importante, reflexionando consigo mismo.

Siempre que paso algún día en un pueblo, de esos olvidados para muchos, si es el mío mejor, me sirve, entre otras cosas, para revolverme contra mi mismo y reflexionar sobre esas miserias que tenemos los que nos creemos más listos o con más medios que los demás. Esos que sólo pensamos en encontrar la cuenta que nos aporte más beneficios, el cargo más vistoso, la casa mejor -y si tenemos otra en la playa que sea en primera línea-, el traje de firma que nos disimule el michelín o el coche más potente para enseñar a esos otros, que viven pensando en las mismas estupideces que nosotros.

En esos pueblos, vemos a esos que viven con lo justo para el día a día, que no se preocupan más que de si llueve o hiela porque eso perjudicará el huerto, que visten el mismo jersey cada año y que con una bicicleta, que esté más o menos engrasada, les sirve para recorrer distancias mayores a tres kilómetros. Y ahí les tienes, con sus botellines diarios a 0,50, con unas almendras, sus partidas de tute a partir del viernes y sus tertulias mundanas en las que, con enorme y sabia filosofía, degüellan a todo aquél que desde la capital les 'roba' parte de sus pequeños ingresos para pasearse en coche oficial.

Para ellos su vida es la mejor, y posiblemente tengan razón.

Decía el filósofo Jenofonte que el dinero no servía de nada si no ayudaba a vivir una vida buena. Jenofonte fue discípulo de Sócrates y comentaba de éste que, siendo albañil y yendo descalzo, era el hombre más rico de Atenas. Decía que Sócrates ni siquiera cobraba por sus enseñanzas y vestía ropas viejas, pero con su oficio de albañil, ganaba lo necesario para vivir modestamente y siempre estaba contento, ya que para él, el hombre rico que poseía cientos de propiedades tenía tantas obligaciones y compromisos, que siempre necesitaba más para asegurarse que todos estuviesen contentos con él.

Jenofonte recordaba que sólo eras rico si sabías emplear tu riqueza y la riqueza no era saber ganar dinero si no saber qué hacer con tu vida.

Sabios todos.



¿Cuántas veces nos sentimos defraudados, luchando solos, o llenando huchas, con la triste imagen o excusa de que forme parte de una ficticia jubilación a la que no sabemos si llegaremos?

Podemos tener mucho de todo, pero a lo mejor nos estamos autoarruinando la vida. Queremos sentirnos de otra manera pero sin renunciar a cómo estamos en esa ficticia zona de confort. Queremos tener de todo, pero sin renunciar a nada. Queremos sentirnos bien con nosotros, disfrutar de esa sensación de felicidad que a lo mejor vemos en otros, pero sin cambiar en nada. Estar más delgados sin dejar de comer y beber, tener dinero sin dejar de consumir y malgastar, tener mejores relaciones sin dedicar tiempo a ellas, vivir tranquilo sin renunciar a nuestro ajetreo diario... ¿Pedimos demasiado sin renunciar a nada?

Nos marcamos propósitos que ni siquiera tenemos la intención de cumplir.

Un nuevo propósito, por pequeño que sea, siempre tiene costes. Debemos saber cuáles son y si estamos dispuestos a afrontarlos. A veces pensamos que los costes en los cambios son económicos. Nos aterra pensar que podemos llegar a ingresar un euro menos al mes. Nos quita el sueño no ahorrar. ¿Y si mañana no despertamos, de qué nos habrá servido tal sacrificio, renunciando a esos momentos de felicidad que por ahí andan huérfanos en nuestras vidas?

Nos interponemos constantemente entre nosotros y la realidad de nuestros pensamientos y deseos.

Leer un verso, charlar con una persona nueva y conocerla, reírte de lo que crees un problema o del instante, pararte un momento en medio de la calle y contemplar a la gente, agradecer tu existencia, decir no a ese pesado, caminar por el campo, disfrutar de una copa de vino entre amigos.

Esta mañana, por ejemplo, he tenido una de esas reuniones que luego me hacen sentir extraño. Conocí al dueño de una empresa importante; uno de esos tipos hechos a sí mismos, realmente sencillos y sin grandes muestras de ostentación ni poder. Mientras charlábamos, ha habido un momento en el que he sentido que me estaba tratando de vender yo mismo y no sabía por qué lo hacía. En todo caso, quien podría necesitar de mi para dar un impulso mayor a su proyecto era él, no yo. ¿Mi necesidad? Depende. ¿La suya de alguien como yo? Mucha. Entonces ¿qué hacía yo dando una imagen de necesidad? Nada, lo de siempre, el hábito. Al terminar la reunión, eso sí, sentirme incómodo conmigo.

Y ahora, que debía estar leyendo los versos de Karmelo C. Iribarren o algún texto de Osho; ahora, que debía estar corrigiendo, tranquilamente, mi nuevo poemario o mi nuevo libro de soliloquios o ese libro que llevará por título 'LiderándoT'; o ahora, que debería estar preparando las clases que sobre Coaching  impartiré a los alumnos de un Máster de Gobierno y Liderázgo; o ahora, que podría estar escuchando mi música mientras pienso en las musarañas; ahora estoy envuelto en todas estas reflexiones que a lo único que me llevan es a pensar algo así como: ¿qué coño haces?

Ya me he quedado a gusto. Feliz noche.

Comentarios

Por si te interesa...

Padre Nuestro en Hebreo

Cinco maneras de organizar un libro de poemas.

Diario de un Estoico II. La posibilidad de lo imposible. Semana 25

Diario de un Estoico II. La posibilidad de lo imposible. Semana 26

Diario de un Estoico II. La posibilidad de lo imposible. Semana 27