'Cuadernos Encontrados' por Antonio Muñoz Molina

El hallazgo de una libreta o de un cuaderno adecuado puede ser tan providencial para un escritor como el encuentro con una persona o con un lugar que le inspire el origen de una historia, con un libro que va a marcar un cambio de dirección en sus lecturas y hasta en su vida. Los cuadernos mejores, como las historias, se encuentran a veces en el curso de un viaje, en el escaparate de una papelería de una ciudad desconocida y prometedora. Quizá los viajes son más propicios a esos hallazgos porque la suspensión de los hábitos sedentarios le despierta a uno la atención, lo vuelve más alerta a las posibilidades de lo insospechado. Y el mérito de un cuaderno no depende de su calidad objetiva, de la encuadernación o la cubierta de cuero o la lisura del papel. El cuaderno aparece y se impone a la mirada y a las manos. En los mejores casos no será el recipiente donde verter algo que ya existe, sino el catalizador que hará que nazca en la imaginación y cobre forma una historia o un tono de escritura que de otro modo no se habría revelado a la conciencia.

Un cuaderno de tapas de corcho y hojas cuadriculadas débilmente en azul que encontré ahora hace 25 años en un viaje a Madrid favoreció que cuajara una novela ya en marcha pero todavía disgregada en una confusión de imágenes sin conexiones bien trabadas entre sí. El día antes de un viaje a Nueva York compré por casualidad un cuaderno de anchas hojas blancas y tapas de tela azul en una tienda de papelería sueca que ya no existe en Madrid: sin la tentación y el reclamo de esas hojas en blanco, yo no habría sentido la urgencia de contar todo lo que veía y todo lo que se me pasaba por la imaginación. El paso de los días era simultáneo al de las hojas del cuaderno. Según se aproximaba el final de aquel viaje, yo tenía la urgencia de visitar todos los lugares que todavía me faltaban y de llenar de escritura las hojas del cuaderno que aún estaban en blanco. Lo llevaba conmigo en una mochila y me sentaba en cualquier parte a escribir en él. La materialidad del cuaderno y los apuntes a mano daban a la escritura la misma cualidad estimulante de experiencia física que el vigor de las caminatas a pie por la ciudad.
La lisura sin tacto de lo digital acentúa en el escritor el remordimiento de no estar trabajando con las manos"
En el origen de Últimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec, hay un descubrimiento así. Aunque el libro es un ensayo, la escena tiene la tonalidad de una de las novelas del propio Chejfec, en las que con frecuencia hay paseantes solitarios en parajes no exóticos pero tampoco del todo familiares para ellos. En uno de esos lugares improbables, donde uno siempre se pregunta con algo de estupor cómo ha llegado allí, Sergio Chejfec encuentra el cuaderno que lo va a acompañar durante muchos años de su vida: “Un objeto que adopté inmediatamente, apenas verlo medio olvidado en la vidriera de una tienda muy poco glamurosa, en un barrio alejado de una ciudad que apenas conocía y hasta donde había caminado sin nada mejor que hacer”. El cuaderno, barato, de fabricación china, tiene un volumen considerable, 300 páginas con rayas horizontales. Más que de registro de escritura sostenida, le ha ido sirviendo a Chejfec, a lo largo de los años, como un talismán, una libreta de mensajes cifrados y dirigidos a sí mismo, anotaciones breves y recordatorios; y sobre todo, la libreta habrá sido para él la prueba material de una continuidad, el asidero sólido de un oficio en el que casi todo es frágil, inseguro, tan volátil como esas ideas luminosas que prometen algo y luego se revelan superfluas, o se borran simplemente de la memoria, y en el que además ahora desaparecen a toda velocidad hasta sus precarios soportes físicos.
Justo ahora, en el vértigo acelerado de lo digital, cuando escribimos palabras fantasmales sin tinta sobre rectángulos en blanco que simulan la hoja de papel sobre una pantalla, cuando basta un golpe accidental de una tecla para que se borre lo que tardó tanto en ser escrito, Sergio Chejfec, sentado frente a su portátil, con su viejo cuaderno al lado, reflexiona sobre el lado material de la escritura y de la lectura, con la perspectiva paradójica de quien parece recordar un mundo que se extinguió hace ya mucho tiempo, pero que en realidad duró hasta bien entrada nuestra edad adulta.
Aprendimos a escribir inclinándonos premiosamente sobre cuadernos de caligrafía dotados de rayas paralelas. Escribimos luego con ruidosas máquinas mecánicas, y más tarde, con aquellos mastodontes eléctricos en los que se de­sataba un tableteo de ametralladora en cuanto apretábamos una tecla con más fuerza de la debida. Arqueólogo de un tiempo sepultado y cercano, Sergio Chej­fec se acuerda también del reinado brevísimo, aunque muy excitante para algunos de nosotros, de aquellas máquinas electrónicas de diseño mucho más ligero que nos permitían ver la escritura deslizándose por una pantalla lineal encima del teclado unos segundos antes de que las palabras se imprimieran.
Un cuaderno de tapas de corcho y hojas cuadriculadas débilmente en azul que encontré ahora hace 25 años en un viaje a Madrid favoreció que cuajara una novela"
La instanteidad silenciosa, la lisura sin tacto de lo digital seguramente acentúan en el escritor el remordimiento de no estar trabajando con las manos, la envidia que cuenta Chejfec que siente, y en la que me reconozco tanto, cuando visita el estudio de un artista, con su atmósfera de almacén y chamarilería, de taller en el que se pintan, se cortan y tallan y manipulan cosas. Escribir tendría que parecerse más a una de esas tareas. Sin duda se pareció en otro tiempo.
Cuando era muy joven, para leer más intensamente a Franz Kafka y empaparse mejor de su espíritu y de su estilo, Sergio Chejfec copiaba a mano las historias suyas que más le gustaban. El artista Tim Youd copia textos enteros de novelas en una sola hoja, usando el mismo modelo de máquina en el que se escribieron originalmente. Joaquín Torres García pintaba y dibujaba objetos que sugerían una escritura jeroglífica y cuando escribía dibujaba las palabras con una plasticidad rotunda de pintor. Los ojos no dejan huella de su paso sobre las líneas de escritura, pero en un libro impreso el lector marca algunas veces la constancia de su reacción a lo leído, pruebas de la “conversación con los difuntos” a la que alude Quevedo en su soneto a la imprenta. En la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, la presencia de Borges está fijada en sus anotaciones y subrayados a los libros que leyó. En su libro sobre Lucrecio, El Giro, Stephen Greenblatt cuenta una historia que le gustará a Sergio Chejfec: hace unos años se subastó un ejemplar de De rerum Natura impreso hacia mediados del siglo XVI, lleno de subrayados y notas: por la caligrafía y el tono de las anotaciones se comprobó con toda certeza que ese era el ejemplar que había poseído y leído infatigablemente Montaigne.
Es muy probable que estas “últimas noticias de la escritura” no sean nunca las últimas. Entre los cuadernos escolares y las pantallas de Internet, entre la aplicación del copista y las fantasías caligráficas del arte contemporáneo, Sergio Chejfec lleva consigo su cuaderno que no llega a colmarse y prolonga su hilo asiduo y su viaje de palabras escritas. Me gusta que en un momento dado las compare con la lluvia.

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