09.04.2017... Recuerdos de Minaya III.

Miro, desde la ventana de mi casa el camino. 

Se pone el sol, como cada día y los cielos buscan ensayos de color, que bailan al son del compás que les produce su luz mientras la luna llega.

Es mi guarida. La guarida de ese pacífico y silencioso guerrero de versos, que pelea día a día contra molinos de viento, ficticios gigantes, que sacuden sus brazos en la ciudad. Aquí, desde aquí, todo es posible porque todo es invisible.



Rezuma paz y serenidad, simplemente es lo que busco.

Hace siglos, el campo que desde aquí diviso, era exactamente el mismo, hermoso; el sol se ponía exactamente igual que hoy, mientras grupos de romanos paraban a repostar por aquí y llenar de agua sus cantimploras en el pozo; caminaban desde la mediterránea Carthago Nova, Cartagena, hacia el interior de la península. 

Ahora, el progreso, coincidió en que una carretera cruzara desde la calle Real, de entrada al pueblo desde la Nacional 301, hacia la carretera de la Estación. Se evitó el tráfico, sí, pero se evitaron también las paradas, como aquellas que romanos y más tarde árabes, encontraban para abastecer en su camino hacia el mediterráneo o el interior peninsular.

A escasos metros de aquí había una era, creo que enfrente había otra. Hasta las tierras del abuelo, hasta la casuta, el camino que entraba y salía del pueblo, como una vena inyectada de mil perfumes, delimitaba a un lado y otro siembras y lindes. Todavía huelo el trigo, la paja. 

Ese rulo de hormigón que allanaba la era, preparándola para echar las parvas y trillar con las mulas separando así la paja del trigo.

La puerta de la casa de la abuela Eliberia abierta de par en par. Un patio blanco, repleto de geranios y hierbabuena, expuestos alrededor del aljibe, provocaban un olor que todavía hoy pervive en el recuerdo.

- Nene no corras, no corras ¿dónde vas?

Pero el nene, el guacho, de no más de seis años, corría hacia esa calle todavía de tierra y piedras, mientras el sol caía convirtiendo los cielos, estos cielos, en una orquesta de colores de fuego.

Al final de la calle, por las eras, terminaba apareciendo la silueta, prácticamente inapreciable, de un remolque que a cada minuto iba agrandando la forma en el horizonte.

Tirado por una mula lenta, cansada, vieja, pero siempre fiel a su amo.

A las riendas, el abuelo que volvía del campo tomando esa calle recta, la calle Cerezo, en dirección al corral.

Como todas las tardes del verano, las dudas, la mirada de reojo a la casa para comprobar que la abuela, con su negro vestir, elegante y limpio, su mandil de cuadros gris oscuro para no romper el luto vital,  sus pasos cortos pero rápidos, no llegaba a la puerta. 

Era menuda, delgada, morena de ojos pequeños.

- Nene, pasa 'padentro'

Pero el nene ve al abuelo más cerca. Se distingue la boina y la mano saludando. El paso de la mula, lento pero seguro, cansino del día. El remolque,  el olor a tierra y el sol que se escapa.

Y el nene corre. Corre a trompicones.

Y la abuela que grita, como todas las tardes, pero sabe que no hay peligro. Prácticamente no hay coches. Los vecinos comienzan a poblar la calle de sillas para salir a el fresco.

La Ana y el señor Luis, vecinos de la abuela, siempre los primeros. Por enfrente la Damiana, joven; más allá la casa de la churrería...

Y el nene corre. Cruza la calle Cantarrana casi sin mirar.  Es una distancia corta, pero se hace eterna, hasta que consigue llegar a la altura del abuelo, que ha parado el remolque, y conversa con el animal al que habla de tú a tú; le mima, le tranquiliza, le agradece el esfuerzo del día.

El olor, siempre los olores.

- Nene que te vas a caer -dice el abuelo.

Pero el nene trata de subir al remolque mientras el abuelo lo retiene; con sus palabras advierte al animal, que hace brillar sus pelajes castaños, que vuelve la cabeza como sabiendo: la mula Castaña.

Torpe, siempre ha sido torpe, consigue sentarse junto al abuelo no sin antes darle un beso en esa piel dura, quemada por el sol, con una barba ya naciente, que pincha, pero envuelta en un perfume inconfundible a tierra, a campo.

- Nene te vas a caer un día y meter bajo la mula.

Pero el nene está inmerso en una felicidad única, sabe que tras estas palabras el abuelo le pondrá en pie, medio sentado entre sus piernas y dejará que coja las riendas del carro hasta entrar en el corral.

El sol se habrá terminado de poner, la luz del campo desaparecerá hasta el siguiente amanecer, comenzará la vida en las calles, los vecinos hablarán del día, de los unos y los otros y del tiempo que hará mañana.

En las casas no más que una radio. En la calle el vecindario, la armonía, la vida, la conversación.

Y el nene, junto a su hermano, correrá de un lado a otro hasta que el cansancio le lleve a dormir, en la casa de una abuela o en la casa de la otra, qué más daba. 

La felicidad del campo ha inundado este pueblo que vibra grandeza y alegría.

Y así, mirando este camino cada día que puedo, cada día que me permito embriagarme de él, no dejo de ver vida, mi vida y la de muchos otros, que está escrita aquí, en Minaya, Minhayat, "camino abierto y visible".

Y voy, poco a poco, llenando páginas de sensaciones y recuerdos, tratando de poner en valor, si cabe, la vida de pueblo, la vida en un pueblo, mi pueblo.

No es fácil aguantar en estos lugares que, con esa modernidad que nos aplasta, van quedando vacíos, en el recuerdo de muchos.

Pero también somos muchos todavía, los que estamos, estaremos y pondremos en valor a los que vengan, lo rural. 

Tal vez ese sea uno de nuestros problemas: aprender a valorar lo que tenemos, apoyarlo, dejarnos de rencillas y buscar nuevas fórmulas que provoquen que lo nuestro no muera jamás.

Cada uno tiene sus maneras de terminar el día y la semana. Hoy lo termino así, lleno de recuerdos que no dejan de dispararse...

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