16.04.2017... Del campo a la ciudad!

Ahora que miro el infinito azul, que me doy cuenta que hay momentos que llegan a su fin -que, sin duda, traerán otros- es cuando más siento, o presiento, ese espacio de tránsito que le lleva a uno del campo a la ciudad, del oxígeno vital al desconcierto casi siempre voluntario.

Lo que más nos cuesta comprender es quién somos nosotros. Qué sentido tiene vivir o qué sentido tiene, también, el morir de la forma que vivimos.

Si pensamos siempre que todos son, o deben ser, iguales a nosotros no sólo supone un error de forma y fondo sino un empobrecimiento de nuestra existencia.

La diversidad y la pluralidad enriquece nuestras vidas.

Por eso unos disfrutan del silencio y otros del ruido en la ciudad. Unos prefieren el mar y otros la montaña. Pero todo lo diverso es bello, como bellos son los versos que se componen de diferentes emociones.

Ya lo escribía, el otro día, en esas 'Notas desde aquí'...

La poesía lo engloba todo. Es dolor, amor; es pasión, vértigo; sufrimiento, es injusticia. La poesía es vida como vida es contemplar la caída del sol por allá.




No soy muy viajero, y no sé si algún día, si la vida me acompaña, cambiaré el no ser por el serlo. Casi todos los lugares que he conocido se lo debo, fundamentalmente, a mis actividades profesionales.

¿Cómodo? Tal vez. Encuentro e imagino en los libros aquello que deseo conocer fuera de mi.

Un paseo por el campo, un pueblo, unos tacos de queso y una copa de vino, o, simplemente, un libro y mi cuaderno; suficiente para hacerme sentir instantes felices.

Así he disfrutado de los caminos del pueblo, en estos días, como nunca. He recorrido unos y otros a pie o en bici, solo o con mi hijo, degustando y embriagándome de un paisaje abierto, llano, pero inmensamente bello a los ojos de quien ama y desea ver aquello que a la vista del poeta son sencillas emociones y versos.

La siembra que crece, las lindes, los olivares y viñas que reciben un sol mágico y seductor.

En estos paisajes, recorridos por romanos, musulmanes y cristianos, que nunca fueron atractivos de habitar porque carecían de esas frondosas bellezas que adornan otros rincones de nuestra península pero que, al menos, el agua abundante servía de reclamo para la parada en el paso.

Cada uno es dueño de ver las cosas como le venga en gana. Faltaría más. Algunos acostumbran su vida a ver tormentas donde la paz del sol acompaña; otros, en cambio, buscamos la luz cuando el cielo se llena de nubarrones.

Yo soy capaz, como ahora, de contemplar la belleza de esas piedras que engalanan aquella linde para dividir unas tierras de otras.

Valorar lo que tenemos es imprescindible para no desear lo que no tenemos. Creemos que nos falta siempre algo, porque somos privilegiados en la vida y constantemente nos cansamos y buscamos o envidiamos eso otro que en el momento no está dentro de nuestras posesiones. Poseer. Toda nuestra vida gira en torno del 'tener y poseer', del acumular.

Comienzo a cansarme de esas personas que constantemente se quejan y no disfrutan ni valoran lo que tienen.

La vida es, ya en sí y por sí, un privilegio.

Uno de mis mayores privilegios, por los que doy gracias cada día que despierto, es este campo, este pueblo en este paraje que puede no valer nada o valerlo todo. Depende cómo se mire.

He despertado esta mañana, como todos estos días, con una luz inmensa que atravesaba hasta los muros de la casa. Mientras tomaba algunas notas en mis reflexiones matinales, desde la ventana podía ver la inmensidad del campo, el despertar de la vida con los cantos de los pájaros y ese sonido orquestal del viento en las ramas de los árboles.

Es verdad. No estoy en plena montaña pirenaica, ni en una idílica playa del Caribe; he decidido, nuevamente, no pasear por las calles de París ni visitar las cúspides del arte griego. He querido buscar la tranquilidad, el sabor de lo auténtico, el perfume de mis raíces que en estos días me acompañan y me recuerdan de dónde vengo y por dónde debo ir. Es el campo. Este campo.

Cada vez necesito llenarme más de positivismo. Siento  que pensar en negativo hace perder el tiempo porque tiempo es lo que no tenemos y debemos llenarlo de todo lo positivo que tengamos. Todo es positivo si lo queremos ver. 

Es en estos días en los que uno se siente resucitado, lleno de nueva energía y con la capacidad, pasión e ilusión necesaria para enfrentarse , nuevamente, a esos proyectos que uno tiene entre las manos y que de una u otra forma, aunque descolocan, también llenan la vida.

Es verdad que cuando uno escribe también va enfrentándose, casi sin darse cuenta, consigo mismo. Es cuando más cuenta se da uno de lo que le sobra o más de lo que le falta.

He leído estos días a Salvador Pániker, la última entrega de sus fantásticos diarios, 'Adiós a casi todo'. La casualidad de la vida hizo que Pániker falleciese días antes de ver el libro publicado. 

"Se debe escribir siempre desde la vida, o, al menos, desde lo que queda de vida. Para ser más exactos: no es que se deba escribir desde la vida, es que sólo se puede escribir desde la vida."

También me acompaña ese librito de Miguel Ángel Martí, 'La Serenidad. Uno actitud ante el mundo' que tanto me lleva, sin querer, a Séneca; y 'El Idiota', inmensa novela de Dostoyevski.

Una parte de mi se queda en mis libros, como una parte de ellos queda siempre en mi. Una parte de mi se queda en estos caminos, como parte de estos caminos se vienen conmigo.

Toca volver a la normalidad, o eso que nosotros creemos que es la normalidad de nuestras vidas, pero que no es más que un sin vivir constante. 

Y así vamos llenando cuadernos, así van llenándose las páginas de líneas que posiblemente carezcan de sentido en innumerables ocasiones, pero que son los pasos, como esos que voy dejando en el camino.

Pocos entienden esto, a veces ni siquiera yo lo entiendo. Tampoco entiendo a los que entienden lo que yo entiendo, como no comparto tampoco con los que no entienden lo que sí entiendo. Han conseguido terminar con la España rural, esa España que fue un valor, nuestro valor; que en el resto de Europa supone la raíz, el encuentro: el pueblo. Se denostó ese pequeño espacio como tal, al pueblerino y se apostó por las capitales, por el señoritismo casposo.

Ahora echamos de menos los pueblos, los buscamos, pagamos porque nuestros hijos sepan lo que es pisar esa tierra de la que comemos, o se den un porrazo mientras corren por un camino lleno de piedras.

Otros lo tenemos y ni lo disfrutamos ni lo valoramos como deberíamos. Tal vez será tarde cuando miremos atrás, suponiendo que podamos mirar.

Así terminan estos días de la Santa Semana. Mi encuentro o progreso espiritual no pasa por la celebración de estas festividades. Ni siquiera sé si en vez de encontrarme, lo que estoy haciendo es perderme mas todavía en esa búsqueda del Ser, de mi ser. Pero aquí, en estas calles, desde el máximo respeto, me recreo con las tradiciones que son las nuestras, las de ese Minaya entre católico y agnóstico, como casi todos los pueblos de esta España que, tras aquella intelectual y vanguardista república del '31, quedo abocada a una extrema educación católica.

Aquí, así, van terminando ya estos días poco deportivos, muy envueltos en la gastronomía manchega y, eso sí, recogidos en el olor de las tierras y el verde que ahora inunda los campos mientras ese sol termina por ponerse, otro día.

Del campo a la ciudad...

Comentarios

  1. Sobre un poema que habla sobre la vida:

    http://blogs.uab.cat/estelasenlamaramenos/2017/04/17/philip-larkin-y-la-paradoja-del-ahorro/

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