18.06.2017... Reflexiones en el pueblo!

No sé cuántos grados de temperatura tenemos a estas horas, sí sé que el calor que está haciendo estos días se aprovecha de nuestros cuerpos y mentes, los apelmaza, los trata de derrumbar en el hastío. Yo lucho, me peleo sin dejar, para no caer en ese peligroso lado oscuro que supone el dejarte llevar por la dejadez.

Abro el cuaderno y me quedo mirándolo hasta que aparecen dos o tres palabras, sin sentido, mientras miro el cielo que se retuerce en un fuego de consuelo.

Podemos llenar nuestra vida de cosas, de todo lo que imaginemos o podamos; de casas, coches, smartphones de última generación, cargos y puestos bien remunerados con tarjetas de visita vistosas, pero, si no somos capaces de vivir y valorar cada momento ¿de qué coño sirve?

Curiosamente, o casualmente, en menos de dos o tres semanas, la última vez el viernes, tres personas, alguna de ellas importante para mi, me han echado en cara, han criticado o, diría mejor, se han reído por esa defensa mía de lo rural, del pueblo. Todo esto ha ocurrido tras haber publicado por aquí y en Wall Street International, el artículo 'Ser de Pueblo'.

Hoy, posiblemente más que nunca, la mayoría de las personas habitan en un lugar en el que no han nacido. Muchos de ellos abandonaron el campo, los pueblos, para vivir en las ciudades. Somos urbanos. Las ciudades se van agrandando a pasos de gigante y van convirtiéndose en hervideros de gentes, apelotonados, que habitan en viviendas cada vez más pequeñas porque los pequeños sueldos no dan para más.

Las personas abandonan los pueblos, se marchan, y van a las ciudades en esa búsqueda de oportunidades, de una vida mejor. Ha sido así desde mediados del siglo pasado y continuará así, si nadie lo remedia, hasta que desaparezcan del mapa esos pequeños pueblos, paraísos, de los que muchos, también, nos sentimos orgullosos.



Preservar los pueblos españoles sería preservar, salvaguardar, nuestras raíces, nuestra historia

Escribo estas líneas, que ahora traslado por aquí, en mi cuaderno, sentado en el porche de mi casa en el pueblo.

Creo que la vida de cada uno ha de llenarse de satisfacciones, pequeñas o grandes; esos momentos que nos hagan sentirnos pletóricos, felices.

La gran libertad de una persona está en ser feliz con lo que tiene, no desear nada, no querer engrosar su cuenta corriente más de lo justo y necesario para llevar una vida digna. Simplemente vivir con aquello que le cubra el camino vital: familia, amigos, dinero, coche, casa... lo justo para estar.

Es ese el sentir, desde estos lugares, en los que mientras las nubes bailan, me vienen a la cabeza muchas de mis reflexiones vitales. 

Vivir coherentemente, como se piensa. Ese estoicismo moderno que muchos buscamos, además, en la filosofía oriental pero que ya estaba por aquí, entre muchas de esas piedras que adornan el camino, siglos atrás.

Si pensamos de una manera y vivimos de otra, tendemos al fracaso.

Es verdad que yo vivo en un pueblo/ciudad, trabajo en la capital de España, pero realmente soy feliz en el campo, en este rincón mío del pueblo. Creo, además, que sería capaz de ganarme la vida desde aquí.

El campo te permite pensar, está lleno de silencio y puedes ser consciente de tu yo sin tener que buscar o ir más allá de nada.

Naturaleza, viento, vida.

No hay que abandonar el pasado, ni renegarlo. Hay que construir futuro, recoger las piedras caídas y ser capaces de encontrar las esencias, las raíces que vuelvan a sostenerlas.

Aquí, en el pueblo, es todo tan diferente que cuando vuelvo a la ciudad a veces me entra vértigo.

El fin de semana ha sido realmente ideal. Siempre puede ser mejor, pero nunca más ideal. 

Mis padres están fantásticos. Mi madre con el chasis algo más fastidiado, pero ese motor, que es la cabeza, en perfecto estado de revista. 

Comer en casa, en el pueblo, envuelto en los olores de esa tortilla de patatas recién hecha, el pisto con pimientos y conejo, es como volver  a la vida, por no decir resucitar de la muerte. Si permites que algo quede en el plato es defraudar el sentido de lo divino.

Y sí, mi casa. La misma mesa de toda la vida y ellos que cada día hacen que veas todo con un poco más de sentido. Sí, tener tus padres cerca es un privilegio que no solemos valorar como merece. Yo, que conozco personas que la vida obliga a estar lejos de los suyos, a construirse como persona desde la lejanía, no entiendo cómo muchas veces nosotros, los que tenemos todo al lado, dejamos pasar tiempo. Cierto es que lo que se tiene no se valora.

Las tomateras que sembró mi padre ya han agarrado en el pequeño huerto. Kika, cada vez disfruta más corriendo por el patio, de un lado a otro, buscando una lagartija a la que perseguir. Y yo siento satisfacción de verla, mucho más libre.  Ayer, cuando llegamos, la eché de menos durante un tiempo. Normalmente, cuando no está al lado es porque está haciendo una de las suyas. La llamé y no venía. Me levanté, no sin antes refunfuñar y fui a buscarla. Estaba en un rincón del otro lado, con la mirada fija en el suelo y moviendo el rabo. Me acerqué corriendo al ver que algo se movía delante de ella. Era un polluelo de gorrión que había caído de algún nido. El pobrecito estaba muerto de miedo, paralizado. Ella no le hacía nada, simplemente olisqueaba y miraba fijamente. La retiré y el pajarillo comenzó a corretear e intentar levantar el vuelo. Lo cogí entre las manos, tratando de no hacerle daño, y busqué el tejado más cercano para lanzarlo con suavidad. De seguro su mamá estaría cerca. En esta época muchos caen de los tejados, de sus nidos, en ese intento por volar. Creo que este ha tenido otra oportunidad.

Ayer, en la tarde, el calor en Minaya era tan bochornoso como en toda la península, ni más ni menos, pero La Mancha juega con esa fama de áspera y seca. Como de repente, cuatro nubes se vistieron de negro, dejaron sonar tres truenos de esos que recuerdan el verano; como de repente, la lluvia sobre las tomateras, el cielo confundido por las nubes, la alegría en el canto de los gorriones y el deambular de las moscas hipnotizadas por la espesa temperatura.

Una sorpresa momentánea que congregó un baile de golondrinas en el atardecer.

El olor a tierra mojada que me empapaba de pensamientos, tanto como comprobar que prefiero ese tintinear de la lluvia en los tejados que el rugir del tráfico despiadado.

Tras un buen chaparrón el día me dejó tiempo de un paseo por mis caminos, dejando que el poco aire que corría despeinase algunos trigales. Dejar que ese olor penetre en uno para llevarlo en el recuerdo, junto con esas imágenes que no puedo evitar fijar en la retina y convertir en los paisajes de mi vida.

Esta mañana, al despertar con esa luz del día que dejo que entre en la habitación para no perder ni un minuto, pensaba que en el campo, en el pueblo, se sueña diferente. Los sueños son tan distintos como lo somos nosotros en estos lugares que muchos convierten en ajenos pero otros sabemos que son nuestros.

Parece que uno termina así la semana renovado, reseteado. Son estas fechas más que ajetreados. Son tiempos en los que queremos llegar más allá de lo que tal vez podemos y eso, sin quererlo, nos confunde el vivir.

Venir por aquí es recomponer la mente y recordar, siempre recordar para no olvidar, dónde está tu verdadero silencio. 

Y para seguir con la tradición del domingo, dejo una de esas canciones que me motivan...

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