14.08.2017... Semblanzas de Verano X: aquéllos veranos!

Puedo decir, lo tengo cada día más claro, que soy un hombre de campo y no de mar.

Me gusta despertar con ese silencio espacioso que otorga la tierra al gorjeo de los pájaros, que bailan a la salida del sol en el oriente.

Me gusta el olor que deja la escarcha sobre las hojas de las parras y la higuera, justo antes de que la luna se pierda.

El campo, mi campo, me estremece cada vez que lo vivo tal vez porque me ha hecho suyo tanto igual como yo me voy adueñando de él con los años.

Cuando estoy lejos lo echo de menos tanto que a veces recorro en fotografías mis instantes como si no fuera a volver.

No sé por qué me he convertido, sin quererlo, en uno de esos militantes defensores de lo rural frente a las robóticas ciudades que habitamos.

Es el cómo paso el tiempo, el cómo se detiene en los caminos cuando simplemente olemos las amapolas que bañan de color las siembras.

Siendo así, no renuncio cada año a degustar unos días el sabor de la sal del mar, el vals de sus olas, el sin fin de ese azul que se funde con el cielo. Los hay que prefieren el mar y los hay que preferimos el campo. Encontrar el equilibrio, encontrar el tiempo. Poder degustar ambos y quedar con lo nuestro. Todo un privilegio.

Hay hombres de mar y hombres de campo.

Hay poetas que escriben versos inspirados por sirenas y otros que encuentran su poema entre esos duendecillos que habitan bajo las cepas, en viñas, o agazapados en cebadales.

Todo es poesía, todo es belleza. Ser capaces de quedarnos quietos y contemplar el presente con el valor y gratitud de lo que nos rodea.

Son estos días, mientras contemplo el mar, sintiendo el pueblo, los que más me llenan de pensamientos y recuerdos de aquellos veranos.

Veranos siempre en el pueblo. 



No recuerdo un solo verano de mi vida sin haber pasado más o menos días en esas calles, en esos caminos, en esos campos.

No es lo que era ni lo que fue. Ni somos los que éramos ni los que son, esos chavales de ahora,  lo son cómo nosotros éramos.

Entonces ni móviles, ni ordenadores; ni consolas, ni en épocas televisores. Ni mil canales ni programas absurdos… Entonces estaban las calles, las bicis, las eras, los campos, el paseo, el patio de las casas, los corrales, las puertas abiertas al fresco de la noche.

Entonces las pandillas eran inmensas, esas de verano con sus más y sus menos, con sus líderes y tímidos, con las guapas y los menos agraciados; con esos primeros besos o esas peleas que quedaban en abrazos.

Estábamos todos comunicados y no sé realmente cómo. Simplemente salíamos a la calle y nos íbamos encontrando uno al otro hasta formar el grupo que en ciertas épocas se convertía en multitud.

Hoy leía, en un fantástico artículo de Reverte, un texto de Joseph Conrad, en este caso sobre el hombre de mar pero que yo lo sustituiría perfectamente, también, por el campo. Dice:

“Lo más maravillloso de todo es el mar (campo), o eso creo. El mismo mar (campo). ¿O es sólo la juventud? ¿Quién sabe? Todos habéis logrado algo en la vida; dinero, amor, cuanto se consigue en tierra. Pero decidme: ¿No fue el mejor de los tiempos cuando éramos jóvenes y no teníamos nada, en el mar (campo) que no daba más que duros golpes y a veces una oportunidad para ponernos a prueba, sólo eso? ¿No es lo que echáis de menos?Y todos asentimos: el financiero, el contable, el abogado, asentimos sobre la mesa pulida que, como una lámina de agua parda e inmóvil reflejaba nuestras caras con surcos y arrugas, marcadas por la fatiga del trabajo, las decepciones, los éxitos, el amor; nuestros ojos fatigados que buscaban todavía, buscaban para siempre, buscaban ansiosos ese algo de vida que mientras se espera ya se ha ido, que ha pasado sin ser visto, en un suspiro, en un instante, junto con la juventud, con la fuerza, con el ensueño de las ilusiones.”

Qué felicidad la de aquellos veranos, cuando ni tenía ni era nada. Cuándo con aquella bici Orbea era el más feliz del mundo recorriendo esas calles que me hicieron crecer tal vez demasiado deprisa. 

¿Por qué no se paró el tiempo entonces? ¿Por qué no nos avisaban de todos esos monstruos a los que la vida nos haría enfrentar?

Hoy leo y escribo, estudio y doy conferencias, trabajo y emprendo; entonces la vida me escribía historias cada día

Eran las historias del verano y cada verano tenía las suyas. Esas historias quedaron grabadas en mi memoria, con sus protagonistas, de tal manera que cierro los ojos y las recuerdo, cada una de ellas, perfectamente. Casi huelo y escucho los olores y sonidos que entonces percibía.

Ahora los veranos ya no tienen historias; aprendemos a degustarlos sorbo a sorbo, con miedo a que nos llegue la fecha y hora de volvernos a colocar el traje, los calcetines y a fichar.

Aquellos veranos eran los Veranos. Eran las primeras pandillas, los primeros amigos y esos primeros besos.

Eran los veranos de las primeras caídas al suelo, de los primeros baños furtivos en las valsas de riego. De ir en bici a buscar paloduz a Casas de Haro.

De las chuches donde Michi.

Eran los veranos eternos aquellos del Yeti (Ángel), el Chafa (Jorge), el Belloto (Luis) y todos los demás que se iban uniendo: las de los chalets del paseo, los catalanes, los valencianos y los madrileños.

Eran los veranos de los guachos y las guachas.

Del 'odo nene!' o el 'pero pijo!'.

Eran los veranos de los primos y las primas, de las tías y los tíos.

Del cine Joaquinete o la discoteca Exágonos.

Los veranos de la Tomasa, del pan de en ca la Valentina, de la casera Manolín; del olor de la tienda de la Molinera, del 'mandao' de la abuela donde La Morena.

El verano de la piscina y el club. De esas tardes interminables hasta que el sol convertía en un visillo rojo el cielo. 

De engañar a la abuela y llegar más tarde por las portás.

Eran aquellos años de fumar las hojas secas de los árboles pensándonos machotes, hasta que aquel cigarrillo Sombra desvirgó los jóvenes pulmones.

Eran los veranos del Tatum y Las Palmeras, de la paloma en el Tino hasta altas horas y el último botellín en la discoteca Gatsby.

Eran los años en los que entrar primero a los reservados, con ese olor a desinfectante característico, suponía ser el rey de la noche e irte a casa con una gran sonrisa.

Eran los veranos en los que no pensabas en nada más que el presente porque ni había pasado ni futuro.


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Cada uno tuvo sus veranos, cada uno su despertar. Mi despertar fue en Minaya y no lo quisiera acabar.


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